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jueves, 13 de septiembre de 2012

Ich liebe

Estás sentado a la vetusta mesa del venerable café, hablando con tu viejo amigo, y de pronto tu mirada se clava en la barra, y viene a tu mente otro final de tarde de primavera, sentado en un taburete bebiendo... ¿té, quizás? Y ella sentada a tu lado (estás casi seguro de que ella sí, ella bebía té, aquella tarde). Aquella tarde, el día antes de...
Tu memoria da un saltito y te recuerdas esperándola sentado en las escaleras de la Biblioteca Nacional. Esperándola, no porque llegara con retraso, sino porque tú, impaciente de estar con ella, llegabas siempre un cuarto de hora antes. Ella aparecía puntualmente cargada con su enorme bolso, sus andares germánicos y su aspecto desaliñado. Con su larga sonrisa, su pelo revuelto y sus enormes ojos azules como el más hermoso de los azules del Adriático.
… el día antes de vuestro primer beso, apoyados espalda contra espalda y deslizándoos suavemente hacia abajo hasta tumbaros sobre la hierba, hasta que vuestras mejillas se rozaron y vuestros labios se unieron. Lo recuerdas como si hubiese ocurrido esta tarde y tus ojos te sorprenden empañándose.
Recuerdas un comentario suyo sobre las manos, mientras acariciaba las tuyas, sobre lo sorprendente que le resultaba que fuesen a la vez tan fuertes y tan sensibles.
La recuerdas diciéndote “Ich liebe Dich” mientras hacíais el amor. Y te recuerdas a ti, torpe de ti, queriendo salir de dudas sobre lo que había querido decir, cuando en realidad lo intuías perfectamente. Recuerdas no haber sido capaz de dejarle claro que tú también la amabas.
Recuerdas otras torpezas, torpezas propias de un chaval de quince años, no de los veinticinco que tenías. Torpezas que la hirieron en el peor momento, cuando estaba lejos de ti.
Recuerdas la despedida en el aeropuerto, su exceso de equipaje. El beso rápido de adiós. Los altavoces pidiéndole que se presentase en la puerta de embarque.
Recuerdas que ni por un momento imaginaste que no volverías a verla.

Tecleas su nombre en el buscador, como tantas veces has hecho durante estos años. Años sin atreverte a reanudar el contacto, maldito cobarde, sin osar preguntarle, a ella, que estaba allí, al otro lado del correo electrónico, qué había sido de su vida, si ella también recordaba o, por el contrario, había acabado olvidándote, como tú acabaste olvidando los fuegos que se convirtieron en ceniza sin dar calor, sin dejar rescoldo. Su recuerdo todavía te quema.
Contemplas una foto reciente de ella, publicada en la web de su empresa. Constatas que sigue sin darle la real gana domar su pelo, contemplas la misma luz en su mirada.
Durante muchos años te preguntaste por qué no volvió. Ahora te preguntas por qué no fuiste tú a buscarla.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Flandes


Hay pocos días de sol en la gran llanura flamenca. Pero cuando el pálido azul vence al pesado gris plomo en el cielo, la luz del sol transforma el paisaje melancólico en una explosión de alegría. Pastos salpicados de vacas y terneros. Espesos maizales en los que susurran las hojas, las cornejas y alguna pareja de amantes. Y una vieja vía de tren en desuso desde hace décadas atraviesa el camino.
A uno le resulta extraño que todavía existan estrechos caminos rurales, apenas anchos para permitir el paso de un único tractor. Carreteras por las que uno puede pasear en bicicleta con el pensamiento puesto en las vacaciones, y la vista en C., que rueda delante, con su vestido ligero azul claro, sus pálidas piernas balanceándose sobre los pedales, sus zapatillas blancas y su cabellera rubia al vuelo, blanca de sol.
Un día C. se hará mayor, vallarán el arenal donde crecen las zarzamoras y al camino rural sólo podrá accederse circulando por una carretera llena de camiones y coches que parecerán llevados hasta allí para agredir a los ciclistas.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Fotolog: 27 de mayo de 2006






«Hoy mis sueños se han llenado de madres de familia, de un profesor lascivo y de un ambiente de serrallo de anuncio de Carrefour. Para los fundamentalistas freudianos dejo la interpretación de una pistola desmontada en manos de una ama de casa con medias de rejilla, y la insistencia lúbrica en la que estaba sumergido y que me provocaba, principalmente, “l'embarras du choix”.

Esta mañana descubrí que había dejado sobre la mesilla de noche una botellita de ungüento chino para el dolor de cabeza y muscular, cuya venta no está permitida en Europa, y cuyo perfume alcanforado he respirado toda la noche. O quizás fuera el pavo con pisto a las finas hierbas.»

jueves, 30 de agosto de 2012

Hoja en blanco


Llevaba días sin escribir —¿cuántos? ¿dos, quizás tres?—. Ni siquiera ahora sentía verdaderas ganas de sentarse ante el ordenador y ponerse a teclear palabras. Esas palabras le parecían vacías, vanas, improvisadas. Y al mismo tiempo dudaba si la improvisación no sería buena; no sería, quizás, la única forma de escribir de verdad.
¿Qué hacían los grandes escritores? ¿Reflexionaban horas, días, meses, quizás años y luego su escritura era la simple traducción de esa reflexión? Cada uno tenía su método, su forma de trabajar. Los había que no cogían una pluma antes de tener todo pensado. Otros, en cambio, ni siquiera sabían qué iban a contar en la página siguiente, y se dejaban llevar por la historia y los personajes.
Debía encontrar su propio método. Resultaba evidente que el hecho de escribir pequeñas historias todos los días era un ejercicio beneficioso; pero se impacientaba de poder comenzar, por fin, “su libro”, ese libro que rumiaba desde hacía tantos años, y que no llegaba a concretarse.
Contó las palabras que había escrito hasta entonces, ciento sesenta y seis. Al fin y al cabo, no era tan fácil llegar a las doscientas cincuenta que se había propuesto escribir cada día. De hecho, temía que alguna de sus historias no llegaran a doscientas. Aquello, sin embargo, carecía de importancia. Lo único importante era escribir y, si acaso era posible, disfrutar con ello.
Respiró hondo, había encontrado algo que contar, terminó el último párrafo, bautizó el relato, lo guardó y abrió una nueva hoja en blanco.

jueves, 16 de agosto de 2012

Grapadora

Me gusta mi grapadora. Por varias razones. Pertenecía a mi padre. Es vieja. Es buena. Tiene un diseño funcional, robusto. Está fabricada en latón brillante. Fácil de cargar, fácil de usar. Su cabezal parece un soldado en posición de firmes; le pusieron una marca adecuada: El Casco.
Una vez le hice una foto, la colgué en Internet y se la dediqué a M. “...porque une mediante la herida”. A M. le gustó, la grapadora y el concepto de unir mediante una herida, supongo.
Me gustaría que todos los objetos que tengo fuesen como mi grapadora: feos, robustos, funcionales y duraderos.

jueves, 2 de agosto de 2012

Desnudo de mujer pintado de memoria



Por aquella época llevaba el pelo muy largo, un pelo negro como el final del Universo. Bebía vino, se enamoraba de tipos a cual más pernicioso, más destructivo. Y era una mujer bellísima, de grandes ojos marrones y labios carnosos; de cuerpo sinuoso y piel pálida. De pubis azabache, de olor penetrante y prolongado.
Habría que revisar el concepto de tipo pernicioso, puede ser un tipo normal, incluso un buen tío, alguien que sólo desea tu bien, pero que, ya sea por imposibilidad emocional, por torpeza o por cobardía, acaba encerrando a una mujer en una espiral de destrucción. Sin quererlo, pero sin evitarlo.
Los tipos perniciosos volvieron a sus cuevas —a dos de ellos se les oyó arrepentirse de haber sido tan cobardes— y llegó el Amante. El Amante la devolvió a su tierra, la hizo un hijo y luego otro. Sus formas se agrandaron, se redondearon, su rostro ganó color, perdió misterio.
Y, contra todo pronóstico, el Amante la hizo feliz.
Su cuerpo de madre, y su lejanía, la hizo aún más bella. Y el día en que escribió “soy feliz”, quien cerró los ojos e inspiró se manchó de felicidad.

miércoles, 1 de agosto de 2012

La Roca de Pensar



En la Punta del Chazo dos rocas se disputan el título de “Roca de Pensar”, la primera es la más cercana a la rampa que se hunde en la Ría de Arosa; la segunda está un poco más al oeste, más alejada de las miradas de los demás.
Siempre que me siento en la Roca de Pensar —la mía es la más cercana, resuelta la polémica por pura vagancia— es para echar de menos algo. Por las mañanas echo de menos el no haber cogido un jersey con el que abrigarme, por las tardes echo de menos el fumar, porque en la Roca de Pensar se piensa mejor con las manos ocupadas y además, qué demonios, porque da estilo que los demás te vean fumando en la Roca de Pensar. Sobre todo si estás en la más cercana, que es donde todo el mundo te ve.
Ahora, lo que echo de menos, es la Roca de Pensar.


Desde la Roca de Pensar

martes, 31 de julio de 2012

Baño nocturno


La chica del tren salió del agua y se sentó sobre la arena, a mi lado, tiritaba dentro de su ropa interior mojada. El faro nos alumbraba a intervalos regulares. Permanecí tumbado sobre la arena, las manos en la nuca, mirando el cielo estrellado. Nos quedamos así un buen rato, sin hablarnos, escuchando el ruido de las olas.
—¿Qué esperas encontrar en el Sur? —dijo ella de pronto.
No quería responder de forma atropellada, así que resoplé para ganar tiempo y pensar lo que quería decir.
—Tu pueblo es un pueblo viajero. El mío no. A pesar de su pasado imperial, ha estado anclado a este mar durante miles de años. Cuando alguien se va, lo hace pensando en volver. No echamos raíces en otro lado. Nuestras raíces están aquí. Yo he venido a buscarlas, para mí es algo natural.
—Puede que para tus padres fuese algo natural. Pero tú has nacido en el Norte, te has criado allí, hablas mi idioma sin acento y te comportas como uno de nosotros. Eres uno de nosotros. En todo el viaje no he observado nada que te diferencie; nada que te distinga y me haga pensar: claro, es que es del Sur.
—Piensas que aquí soy tan extranjero como tú.
Debió asentir en la oscuridad.
—Efectivamente soy como dices, me he criado y soy ciudadano del Norte. Pero si mañana por la mañana entro en un bar y digo: mis padres nacieron aquí, son hijo de tal, nieto de tal... me considerarán uno de los suyos, a pesar de mi acento y de mi aspecto. A eso me refiero cuando digo que mis raíces están aquí.
El faro iluminó de nuevo el rubio pelo de la chica y su piel de melocotón, ahora erizada por el frío. Era tan blanca que me pareció que ella sola iluminaba la noche.

Tren nocturno


Apoyé los codos en la ventanilla del viejo vagón. Amanecía y el tren nocturno continuaba con calma su camino hacia el sur. Las primeras luces empezaron a dibujar la silueta de los olivares y los pueblos, que dentro de unas horas mancharían de blanco las abruptas faldas de la sierra. Yo respiraba aquel aire y aquel paisaje tan impreso en mi imaginario como desconocido.
Se abrió la puerta corredera de uno de los compartimentos y apareció una chica de pelo claro y revuelto, en camiseta y descalza. Desvié la vista con falso pudor y, al pasar a mi altura, esbozó un buenos días que se quedó atascado en sus adormecidas cuerdas vocales. La respondí con un tono más alto, perdiendo sin querer la discreción que pretendía. Cuando me dio la espalda observé de reojo cómo atravesaba el tramo de pasillo que le separaba del lavabo. Se encerró y yo fingí volver a sumergirme en la contemplación del paisaje, aunque en realidad estaba esperando a que la chica saliese de nuevo. Tardó bastante, y en aquel intervalo me fui perdiendo un buen jirón de amanecer.
Cuando volvió a abrirse la puerta del lavabo, había otras dos chicas esperando y el sol ya me iluminaba el rostro. Esta vez la miré francamente a los ojos. Ella, la cara lavada y el pelo rubio casi blanco recién cepillado, me sonrió y, cuando nos cruzamos, me rozó con los senos, y entonces mi cuerpo se decidió a seguirla como antes lo había hecho mi mirada.

lunes, 30 de julio de 2012

Götland


Los niños se han dormido. Circulo por esta carretera estrecha procurando no rebasar el límite de velocidad. E. hace fotos de este atardecer sueco mientras tarareamos viejas canciones en inglés.
Regularmente, las señales de limitación a una velocidad más baja y un cartel indicador prometen una población que no acaba de llegar, que se queda en una iglesia y en dos o tres casas grandes, dispersas, sin rastro de lo que en el sur de Europa entendemos por pueblo.
La primera palabra sueca que sentí curiosidad de aprender fue “soledad”. Ensamhet. Es la sensación más poderosa que te inunda estando aquí. Los suecos están solos y disfrutan con ello. Son amables, pero no sociables. Si preguntas te contestan, pero no buscan conversación.
Llegamos al ferry que nos traslada a Fårö. Es la única ocasión en la que se acumulan una decena de coches en todo el trayecto.
Una mujer accede a pie al transbordador. Va descalza, una costumbre que parece muy extendida entre las suecas, y entra así en los retretes del barco, provocando comentarios de horror entre las chicas y jocosos entre E. y yo. En el sur de Europa somos más sociables, más ruidosos, y más temerosos de los gérmenes.
Foto: Enrique Gómez Medina
 

domingo, 29 de julio de 2012

Anoche soñé

Anoche soñé que te besaba.

No deja de ser curioso, porque mi subconsciente me traiciona justo cuando las aguas acaban de calmarse, cuando tu recuerdo ya no duele, y del moretón en mi alma no queda sino un resto amarillento que intenta recordarme lo torpe que fui cuando me enfrenté al látigo de tu mirada.

Anoche soñé que te besaba, que tu mano agarraba la mía, y ni el café, ni las tostadas, ni la pasta de dientes han borrado el sabor de tus labios ni el recuerdo de las yemas de tus dedos rodeando mi cuello.

lunes, 23 de julio de 2012

De vuelta

Desengancharme de la ingente dosis de café a la que me había acostumbrado en Boiro me ha costado tres días de somnolencia y algún dolor de cabeza que he logrado mantener a raya a base de aspirina, cuyos efectos perversos en el estómago he tenido que prevenir a base de omeprazol.

Afortunadamente, de la efímera afición al ron me desenganché de golpe con la cogorza de lobo de mar que nos pillamos una inmensa mayoría, y que a mí me sentó especialmente mal. Pero si la resaca fue especialmente dura, no lo fue tanto como ser consciente de que ésta me llevó a decir más tonterías, y más gordas, de lo habitual, que ya es excesivo.

A lo que no puedo ni quiero desengancharme es a las emociones fuertes que he vivido en estos días, ni a las amistades que quiero creer que se han empezado a forjar.

jueves, 15 de marzo de 2012

¿Debemos abolir el marketing?

Hemos llegado a un extremo en el que un yogur puede ser más caro no por ser mejor, sino por parecer que lo es.

Hemos llegado a un extremo en el que no compramos cosas porque las necesitamos, sino porque nos convencen de que son necesarias.

Hemos llegado a un extremo en la investigación no se dirige a hacer cosas que mejoren nuestro bienestar, sino cosas que, alguien, piensa que se van a vender más.

Hemos llegado a un extremo en el que un gobierno no tiene porqué hacer bien las cosas. Sólo parecer que lo hace.

Entre otras dictaduras, hay que abolir la dictadura del marketing.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Roberto Bolaño y la unanimidad

  ... a Eliseo Álvarez le confesó [Roberto Bolaño] que se hizo trotskista porque no le gustaba "la unanimidad sacerdotal, clerical, de los comunistas. Siempre he sido de izquierda y no me iba a hacer de derechas porque no me gustaban los clérigos comunistas, entonces me hice trotskista. Lo que pasa que luego, cuando estuve entre los trotskistas, tampoco me gustaba la unanimidad clerical de los trotskistas, y terminé siendo anarquista [...]. Ya en España encontré muchos anarquistas y empecé a dejar de ser anarquista. La unanimidad me jode muchísimo".

martes, 13 de marzo de 2012

À l'origine de tout / En el origen de todo

"Mais il n'est pas mauvais de commencer par cette révolte nue: à l'origine de tout, il y a d'abord le refus."
Jean-Paul Sartre

(Acaso no sea malo empezar por esa revuelta desnuda: en el origen de todo, lo primero que hay es el rechazo)

Domesticación: un pacto que algunos quieren romper

Hoy en día parece estar de moda el aplicar valores éticos intrínsecamente humanos a los animales que nos rodean, esta supuesta ética pretende que los animales domésticos son seres sometidos y esclavizados por los humanos a los que hay que liberar.

La domesticación de diferentes especies de animales no fue, en el principio de los tiempos, como algunos quieren pensar, un sometimiento, sino un acuerdo entre distintas especies.

El fin último de todo ser vivo es mantener su ADN, los animales lo hacemos reproduciéndonos. En la memoria genética de ningún animal no existen rejas ni correas, efectivamente. Lo que existe, como en los humanos, es la necesidad de perpetuarse, es decir, de perpetuar dicha información genética.

Tanto los perros como los demás animales domésticos cambiaron hace cientos de miles de años su libertad por la alimentación segura y la protección contra sus depredadores y la facilidad para la procreación que le ofrecían los humanos. A cambio ellos nos alimentan, nos protegen y nos hacen compañía, según los casos. Estudios contrastados de comportamiento animal han demostrado, por ejemplo, que la fidelidad del perro procede de un sentimiento de propiedad hacia nosotros (el perro fiel cree que su amo le pertenece).

La "humanización" que últimamente está tan de moda en ciertos círculos, reclamando para los animales derechos parecidos a los de los hombres, es en realidad la ruptura de ese pacto ancestral, y condenaría a los animales domésticos a la extinción.

Dicha "moral", enarbolada en estos últimos tiempos por los autodenominados "veganos", no es más que una filosofía de moda que no tiene más de cuarenta años, y nació en los 70 fruto de la ingenuidad ideológica de los 60, que mezcla cristianismo, budismo e hinduismo construyendo una ética maniquea de todo a cien. Ni en las regiones del norte de la India, donde la ingesta o tráfico de carne está terminantemente prohibida, han dejado de existir animales domésticos utilizados para los trabajos en el campo, la producción lechera o la protección en el caso de los perros.

Además, el triunfo de dicha "humanización" coincide con un alejamiento significativo entre el animal doméstico y las personas que se benefician de él. Resulta clarificador este texto del historiador William Cronon, citado por Harold McGee:

«Antes, a nadie le habría resultado fácil olvidar que las carnes de cerdo y de vaca eran el resultado de un intrincada asociación simbiótica entre los animales y los seres humanos. Era improbable que uno olvidara que habían muerto cerdos y vacas para que la gente pudiera comer, porque los veía paciendo en los prados vecinos y visitaba con frecuencia los corrales y mataderos donde entregaban sus vidas al servicio de la comida diaria de cada uno […] Con el paso del tiempo, pocos de los que comían carne podían decir que habían visto a la criatura viva cuya carne estaban masticando; y menos aún podían decir que habían matado personalmente al animal. En el mundo de los alimentos envasados, era fácil no acordarse de que comer era un acto moral, indisolublemente ligado a la muerte […] La carne era un paquete pulcramente envuelto que uno compraba en el mercado. La naturaleza no tenía mucho que ver con ella.»
William Cronon, Nature's Metropolis: Chicago and the Great West, 1991

Al releer estas palabras recuerdo la anécdota que cuenta Marcel Arland sobre Marcel Jouhandeau, que amaba a los animales por encima de todo -su casa era un auténtico corral- y quien tenía una gallina preferida, a la que llegaba a dar paseos en coche para que tomara el aire. Un día los Jouhandeau invitaron a comer a Arland y le sirvieron un cocido de gallina; por la expresión afligida de la pareja el escritor y editor comprendió que se trataba de la favorita. Jouhandeau pertenecía a una generación de amantes de los animales (desgraciadamente albergaba algunos odios intolerables) que tenía muy presente su pacto con ellos.

Entonces, ¿mi conclusión es que vale todo? No. Como he dicho, la domesticación fue un pacto, y un pacto obliga a ambas partes. La tortura, la producción en masa en condiciones de hacinamiento, el envenenamiento a base de antibióticos o la manipulación genética desenfrenada constituyen en mi opinión violaciones de ese pacto.

Biografía: 

Richard Hawkins, El gen egoísta, 1976

Harold McGee, La cocina y los alimentos, 1984

lunes, 12 de marzo de 2012

"John Carter" una película de aventuras

A mi amigo Quique le ha extrañado el título de la película. Le he contestado que el título del libro de Edgar Rice Burroughs en el que está basada John Carter es Una princesa en Marte. Pero me imagino que John Carter está tan grabado en el imaginario americano como Tarzán. Al fin y al cabo, decir Indiana Jones en inglés es como decir aquí Américo López :) Una princesa en Marte es la primera parte de 10 libros (escritos en 3 años -ohhh-) generalmente conocidos como "Ciclo de Marte". Así que un título tan insípido está justificado en parte.

Los libros de Burroughs son uno de los embriones de toda la literatura posterior de aventuras, y leyéndolo te das cuenta de cómo influyó en La Guerra de las Galaxias (de hecho, la aventura de Burroughs está objetivamente mejor construida que la de Lucas).

John Carter es una de esas películas que lo mismo te parece un tostón que te lo pasas como un enano. Yo afortunadamente sentí lo segundo, porque estaba al lado de Théo y disfruté cómo disfrutó él.

Es la típica de Disney: espectacular pero poco profunda, con actores mediocres y trama sencilla. Lynn Collins hace poco más que de florero, Dominic West es un malo de opereta y los diálogos, aunque creíbles y dinámicos, son simplones y poco originales.


Sin embargo creo la producción es consciente de los aparentes fallos de la película. Disney nunca pierde de vista su público objetivo: niños y mayores que quieren pasar el rato siendo niños; ni su marca de fábrica: una mayor complejidad psicológica, aunque hubiese mejorado mucho su calidad, hubiese provocado también aburrimiento en ese público a la que está dirigida (ya de por sí dura más de dos horas).

Personalmente, hubiese preferido que la hubiese dirigido Zack Snyder, el de 300, pero no me lo hubiese pasado tan bien con Théo.

jueves, 1 de marzo de 2012

Eppur si muove

Esto si que es una reliquia que insta a la devoción (por la ciencia), y no la sábana falsa de Turín: