Llevaba días sin escribir —¿cuántos?
¿dos, quizás tres?—. Ni siquiera ahora sentía verdaderas ganas
de sentarse ante el ordenador y ponerse a teclear palabras. Esas
palabras le parecían vacías, vanas, improvisadas. Y al mismo tiempo
dudaba si la improvisación no sería buena; no sería, quizás, la
única forma de escribir de verdad.
¿Qué hacían
los grandes escritores? ¿Reflexionaban horas, días, meses, quizás
años y luego su escritura era la simple traducción de esa
reflexión? Cada uno tenía su método, su forma de trabajar. Los
había que no cogían una pluma antes de tener todo pensado. Otros,
en cambio, ni siquiera sabían qué iban a contar en la página
siguiente, y se dejaban llevar por la historia y los personajes.
Debía encontrar
su propio método. Resultaba evidente que el hecho de escribir
pequeñas historias todos los días era un ejercicio beneficioso;
pero se impacientaba de poder comenzar, por fin, “su libro”, ese
libro que rumiaba desde hacía tantos años, y que no llegaba a
concretarse.
Contó las
palabras que había escrito hasta entonces, ciento sesenta y seis. Al
fin y al cabo, no era tan fácil llegar a las doscientas cincuenta
que se había propuesto escribir cada día. De hecho, temía que
alguna de sus historias no llegaran a doscientas. Aquello, sin
embargo, carecía de importancia. Lo único importante era escribir
y, si acaso era posible, disfrutar con ello.
Respiró hondo,
había encontrado algo que contar, terminó el último párrafo,
bautizó el relato, lo guardó y abrió una nueva hoja en blanco.