Aviso cookies

jueves, 30 de agosto de 2012

Hoja en blanco


Llevaba días sin escribir —¿cuántos? ¿dos, quizás tres?—. Ni siquiera ahora sentía verdaderas ganas de sentarse ante el ordenador y ponerse a teclear palabras. Esas palabras le parecían vacías, vanas, improvisadas. Y al mismo tiempo dudaba si la improvisación no sería buena; no sería, quizás, la única forma de escribir de verdad.
¿Qué hacían los grandes escritores? ¿Reflexionaban horas, días, meses, quizás años y luego su escritura era la simple traducción de esa reflexión? Cada uno tenía su método, su forma de trabajar. Los había que no cogían una pluma antes de tener todo pensado. Otros, en cambio, ni siquiera sabían qué iban a contar en la página siguiente, y se dejaban llevar por la historia y los personajes.
Debía encontrar su propio método. Resultaba evidente que el hecho de escribir pequeñas historias todos los días era un ejercicio beneficioso; pero se impacientaba de poder comenzar, por fin, “su libro”, ese libro que rumiaba desde hacía tantos años, y que no llegaba a concretarse.
Contó las palabras que había escrito hasta entonces, ciento sesenta y seis. Al fin y al cabo, no era tan fácil llegar a las doscientas cincuenta que se había propuesto escribir cada día. De hecho, temía que alguna de sus historias no llegaran a doscientas. Aquello, sin embargo, carecía de importancia. Lo único importante era escribir y, si acaso era posible, disfrutar con ello.
Respiró hondo, había encontrado algo que contar, terminó el último párrafo, bautizó el relato, lo guardó y abrió una nueva hoja en blanco.