Por aquella época llevaba el pelo muy
largo, un pelo negro como el final del Universo. Bebía vino, se
enamoraba de tipos a cual más pernicioso, más destructivo. Y era
una mujer bellísima, de grandes ojos marrones y labios carnosos; de
cuerpo sinuoso y piel pálida. De pubis azabache, de olor penetrante
y prolongado.
Habría que revisar el concepto de tipo pernicioso, puede ser un tipo
normal, incluso un buen tío, alguien que sólo desea tu bien, pero
que, ya sea por imposibilidad emocional, por torpeza o por cobardía,
acaba encerrando a una mujer en una espiral de destrucción. Sin
quererlo, pero sin evitarlo.
Los tipos perniciosos volvieron a sus cuevas —a dos de ellos se les
oyó arrepentirse de haber sido tan cobardes— y llegó el Amante.
El Amante la devolvió a su tierra, la hizo un hijo y luego otro. Sus
formas se agrandaron, se redondearon, su rostro ganó color, perdió
misterio.
Y, contra todo pronóstico, el Amante la hizo feliz.
Su cuerpo de madre, y su lejanía, la hizo aún más bella. Y el día
en que escribió “soy feliz”, quien cerró los ojos e inspiró se
manchó de felicidad.