Apoyé los codos
en la ventanilla del viejo vagón. Amanecía y el tren nocturno
continuaba con calma su camino hacia el sur. Las primeras luces
empezaron a dibujar la silueta de los olivares y los pueblos, que
dentro de unas horas mancharían de blanco las abruptas faldas de la
sierra. Yo respiraba aquel aire y aquel paisaje tan impreso en mi
imaginario como desconocido.
Se abrió la puerta corredera de uno de
los compartimentos y apareció una chica de pelo claro y revuelto, en
camiseta y descalza. Desvié la vista con falso pudor y, al pasar a
mi altura, esbozó un buenos días que se quedó atascado en sus
adormecidas cuerdas vocales. La respondí con un tono más alto,
perdiendo sin querer la discreción que pretendía. Cuando me dio la
espalda observé de reojo cómo atravesaba el tramo de pasillo que le
separaba del lavabo. Se encerró y yo fingí volver a sumergirme en
la contemplación del paisaje, aunque en realidad estaba esperando a
que la chica saliese de nuevo. Tardó bastante, y en aquel intervalo
me fui perdiendo un buen jirón de amanecer.
Cuando volvió a abrirse la puerta del
lavabo, había otras dos chicas esperando y el sol ya me iluminaba el
rostro. Esta vez la miré francamente a los ojos. Ella, la cara
lavada y el pelo rubio casi blanco recién cepillado, me sonrió y,
cuando nos cruzamos, me rozó con los senos, y entonces mi cuerpo se
decidió a seguirla como antes lo había hecho mi mirada.