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martes, 31 de julio de 2012

Baño nocturno


La chica del tren salió del agua y se sentó sobre la arena, a mi lado, tiritaba dentro de su ropa interior mojada. El faro nos alumbraba a intervalos regulares. Permanecí tumbado sobre la arena, las manos en la nuca, mirando el cielo estrellado. Nos quedamos así un buen rato, sin hablarnos, escuchando el ruido de las olas.
—¿Qué esperas encontrar en el Sur? —dijo ella de pronto.
No quería responder de forma atropellada, así que resoplé para ganar tiempo y pensar lo que quería decir.
—Tu pueblo es un pueblo viajero. El mío no. A pesar de su pasado imperial, ha estado anclado a este mar durante miles de años. Cuando alguien se va, lo hace pensando en volver. No echamos raíces en otro lado. Nuestras raíces están aquí. Yo he venido a buscarlas, para mí es algo natural.
—Puede que para tus padres fuese algo natural. Pero tú has nacido en el Norte, te has criado allí, hablas mi idioma sin acento y te comportas como uno de nosotros. Eres uno de nosotros. En todo el viaje no he observado nada que te diferencie; nada que te distinga y me haga pensar: claro, es que es del Sur.
—Piensas que aquí soy tan extranjero como tú.
Debió asentir en la oscuridad.
—Efectivamente soy como dices, me he criado y soy ciudadano del Norte. Pero si mañana por la mañana entro en un bar y digo: mis padres nacieron aquí, son hijo de tal, nieto de tal... me considerarán uno de los suyos, a pesar de mi acento y de mi aspecto. A eso me refiero cuando digo que mis raíces están aquí.
El faro iluminó de nuevo el rubio pelo de la chica y su piel de melocotón, ahora erizada por el frío. Era tan blanca que me pareció que ella sola iluminaba la noche.