La chica del tren
salió del agua y se sentó sobre la arena, a mi lado, tiritaba
dentro de su ropa interior mojada. El faro nos alumbraba a intervalos
regulares. Permanecí tumbado sobre la arena, las manos en la nuca,
mirando el cielo estrellado. Nos quedamos así un buen rato, sin
hablarnos, escuchando el ruido de las olas.
—¿Qué esperas encontrar en el Sur? —dijo ella de pronto.
No quería responder de forma atropellada, así que resoplé para
ganar tiempo y pensar lo que quería decir.
—Tu pueblo es un pueblo viajero. El mío no. A pesar de su pasado
imperial, ha estado anclado a este mar durante miles de años. Cuando
alguien se va, lo hace pensando en volver. No echamos raíces en otro
lado. Nuestras raíces están aquí. Yo he venido a buscarlas, para
mí es algo natural.
—Puede que para tus padres fuese algo natural. Pero tú has nacido
en el Norte, te has criado allí, hablas mi idioma sin acento y te
comportas como uno de nosotros. Eres uno de nosotros. En todo el
viaje no he observado nada que te diferencie; nada que te distinga y
me haga pensar: claro, es que es del Sur.
—Piensas que aquí soy tan extranjero como tú.
Debió asentir en la oscuridad.
—Efectivamente soy como dices, me he criado y soy ciudadano del
Norte. Pero si mañana por la mañana entro en un bar y digo: mis
padres nacieron aquí, son hijo de tal, nieto de tal... me
considerarán uno de los suyos, a pesar de mi acento y de mi aspecto.
A eso me refiero cuando digo que mis raíces están aquí.
El faro iluminó de nuevo el rubio pelo de la chica y su piel de
melocotón, ahora erizada por el frío. Era tan blanca que me pareció
que ella sola iluminaba la noche.