Hay
pocos días de sol en la gran llanura flamenca. Pero cuando el pálido
azul vence al pesado gris plomo en el cielo, la luz del sol
transforma el paisaje melancólico en una explosión de alegría.
Pastos salpicados de vacas y terneros. Espesos maizales en los que
susurran las hojas, las cornejas y alguna pareja de amantes. Y una
vieja vía de tren en desuso desde hace décadas atraviesa el camino.
A uno le resulta extraño que todavía
existan estrechos caminos rurales, apenas anchos para permitir el
paso de un único tractor. Carreteras por las que uno puede pasear en
bicicleta con el pensamiento puesto en las vacaciones, y la vista en
C., que rueda delante, con su vestido ligero azul claro, sus pálidas
piernas balanceándose sobre los pedales, sus zapatillas blancas y su
cabellera rubia al vuelo, blanca de sol.
Un día C. se hará mayor, vallarán el
arenal donde crecen las zarzamoras y al camino rural sólo podrá
accederse circulando por una carretera llena de camiones y coches que
parecerán llevados hasta allí para agredir a los ciclistas.