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martes, 13 de marzo de 2012

Domesticación: un pacto que algunos quieren romper

Hoy en día parece estar de moda el aplicar valores éticos intrínsecamente humanos a los animales que nos rodean, esta supuesta ética pretende que los animales domésticos son seres sometidos y esclavizados por los humanos a los que hay que liberar.

La domesticación de diferentes especies de animales no fue, en el principio de los tiempos, como algunos quieren pensar, un sometimiento, sino un acuerdo entre distintas especies.

El fin último de todo ser vivo es mantener su ADN, los animales lo hacemos reproduciéndonos. En la memoria genética de ningún animal no existen rejas ni correas, efectivamente. Lo que existe, como en los humanos, es la necesidad de perpetuarse, es decir, de perpetuar dicha información genética.

Tanto los perros como los demás animales domésticos cambiaron hace cientos de miles de años su libertad por la alimentación segura y la protección contra sus depredadores y la facilidad para la procreación que le ofrecían los humanos. A cambio ellos nos alimentan, nos protegen y nos hacen compañía, según los casos. Estudios contrastados de comportamiento animal han demostrado, por ejemplo, que la fidelidad del perro procede de un sentimiento de propiedad hacia nosotros (el perro fiel cree que su amo le pertenece).

La "humanización" que últimamente está tan de moda en ciertos círculos, reclamando para los animales derechos parecidos a los de los hombres, es en realidad la ruptura de ese pacto ancestral, y condenaría a los animales domésticos a la extinción.

Dicha "moral", enarbolada en estos últimos tiempos por los autodenominados "veganos", no es más que una filosofía de moda que no tiene más de cuarenta años, y nació en los 70 fruto de la ingenuidad ideológica de los 60, que mezcla cristianismo, budismo e hinduismo construyendo una ética maniquea de todo a cien. Ni en las regiones del norte de la India, donde la ingesta o tráfico de carne está terminantemente prohibida, han dejado de existir animales domésticos utilizados para los trabajos en el campo, la producción lechera o la protección en el caso de los perros.

Además, el triunfo de dicha "humanización" coincide con un alejamiento significativo entre el animal doméstico y las personas que se benefician de él. Resulta clarificador este texto del historiador William Cronon, citado por Harold McGee:

«Antes, a nadie le habría resultado fácil olvidar que las carnes de cerdo y de vaca eran el resultado de un intrincada asociación simbiótica entre los animales y los seres humanos. Era improbable que uno olvidara que habían muerto cerdos y vacas para que la gente pudiera comer, porque los veía paciendo en los prados vecinos y visitaba con frecuencia los corrales y mataderos donde entregaban sus vidas al servicio de la comida diaria de cada uno […] Con el paso del tiempo, pocos de los que comían carne podían decir que habían visto a la criatura viva cuya carne estaban masticando; y menos aún podían decir que habían matado personalmente al animal. En el mundo de los alimentos envasados, era fácil no acordarse de que comer era un acto moral, indisolublemente ligado a la muerte […] La carne era un paquete pulcramente envuelto que uno compraba en el mercado. La naturaleza no tenía mucho que ver con ella.»
William Cronon, Nature's Metropolis: Chicago and the Great West, 1991

Al releer estas palabras recuerdo la anécdota que cuenta Marcel Arland sobre Marcel Jouhandeau, que amaba a los animales por encima de todo -su casa era un auténtico corral- y quien tenía una gallina preferida, a la que llegaba a dar paseos en coche para que tomara el aire. Un día los Jouhandeau invitaron a comer a Arland y le sirvieron un cocido de gallina; por la expresión afligida de la pareja el escritor y editor comprendió que se trataba de la favorita. Jouhandeau pertenecía a una generación de amantes de los animales (desgraciadamente albergaba algunos odios intolerables) que tenía muy presente su pacto con ellos.

Entonces, ¿mi conclusión es que vale todo? No. Como he dicho, la domesticación fue un pacto, y un pacto obliga a ambas partes. La tortura, la producción en masa en condiciones de hacinamiento, el envenenamiento a base de antibióticos o la manipulación genética desenfrenada constituyen en mi opinión violaciones de ese pacto.

Biografía: 

Richard Hawkins, El gen egoísta, 1976

Harold McGee, La cocina y los alimentos, 1984