Me he comprometido con Jose a escribir un poco cada día en este blog. La promesa, mi compromiso, es hacerlo sin releerlo para corregirlo. Allá vamos.
Se me ocurre empezar por justificar el nombre que le he puesto a este blog: La noche del desierto. Supongo que es una metáfora de lo que pienso que es mi vida: una fría noche en medio de la nada.
Hoy Jose (¿o José?) se ha dado cuenta de algo que yo ignoraba: me es imposible exteriorizar mis emociones. Hasta hoy, no sólo era inconsciente de ello, sino que, hasta donde llegaba mi conciencia, me parecía positivo. Es lógico, vivimos en una sociedad fuertemente influida por lo anglosajón. Admiramos el carácter indolente del "gentleman" inglés, la frialdad con la que James Bond ve morir a sus amantes.
¿Cuándo fue la última vez que dije "ay"? Recuerdo la última vez que lloré, mi padre estaba agonizando, y recuerdo que esas lágrimas me sentaron bien pero... ¿cuándo fue la última vez que demostré amargura, sorpresa, amor? Tengo en la memoria el haberme rebanado un dedo con una lata de atún y no haber soltado un simple ay, si acaso una mueca de fastidio por la molestia de tener que parar la hemorragia.
Y sin embargo, ahí está el dolor. Siempre he sido más sensible al de los demás que al mío propio, extremadamente sensible. No me cuesta nada en absoluto ponerme en la piel de los demás cuando sufren, lo que me inhabilita para la crueldad.
Puedo recordar perfectamente ocasiones en las que he hecho daño a los demás, y su dolor me sigue produciendo un pinchazo en la boca del estómago.
Sí, es mi estómago el que centraliza todas mis emociones. El desamor es un nudo terrible en el estómago; la vergüenza, la rabia, el fracaso... allí se hace físico.