Hace tiempo que escucho hablar, en defensa de los libros de papel, del placer que se siente al abrir un libro nuevo.
Hay que apuntar que no todos los libros nuevos huelen igual de bien, depende de la calidad del papel y de la encuadernación. Hay libros nuevos que apestan a lignina.
Y decir también que, nuevos, pueden oler igual los libros de Juan Rulfo que los de Ian Fleming.
El caso es que el olor que a mí me gusta es el de los libros viejos, manoseados, de las bibliotecas. Y no solo el olor, sino el tacto suavizado por decenas o centenas de dedos, el color marrón de sus páginas, el gris oscuro de sus cantos y hasta las rayas a lápiz o bolígrafo y otras muestras de que alguien ha pasado por allí antes que yo.
Con los libros me pasa como con las personas: prefiero la sabiduría que contienen a si alguien las ha leído antes o no.